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Critica de Historias de Nuestra Casa (título de la edición uruguaya de Cal + Morreste-me/Te me moriste).

 

 

Historias de nuestra casa (Casa editorial HUM, Montevideo, 2009) compila veintidós cuentos y poemas del escritor portugués José Luís Peixoto (Galveias, 1974). En esta edición aparecen traducidos al castellano Morresteme (2000) y los cuentos y poemas publicados en Cal (2007), que incluyera además originalmente una obra teatral. El libro fue presentado por el autor en el Centro Cultural de España de Montevideo el 6 de octubre de 2009.

 

En estas historias se aborda la diversidad cotidiana de un pueblo. Los relatos transitan por los mundos afectivos y las vicisitudes de mujeres y hombres que envejecen. Este concierto humano testimonia tanto la variedad de vivencias de estos personajes como sus distintas maneras de desarrollar el proceso de envejecimiento; e integra a las edades jóvenes, que como las mayores, crecen, quieren vivir y mueren. Son tierras donde los campanarios dan todavía sus lentos toques fúnebres y las señoras mayores comprenden en ese aviso a quién le tocó partir.

 

El autor sigue el precepto de describir la aldea. Sus textos se elaboran, principalmente, sobre la vida en zonas semi-rurales del Portugal actual, haciendo de estos pagos de puertas sin trancar, el escenario principal de los relatos. Con referencias visuales o sonoras ubica el medio de vida, las huertas, los montes y caminos, la represa o las plantaciones de olivos y alcornoques. Mientras que los episodios de la historia de la comunidad son mojones en la biografía de los personajes. Desde los pequeños sucesos del pueblo, al acontecimiento nacional de la Revolución de los Claveles que puso fin, el 25 de abril de 1974, a la dictadura más larga del siglo XX europeo.

 

Algunos relatos tienen un fuerte carácter testimonial. Desarrollando los cursos afectivos que componen las relaciones entre las personas. La máxima cercanía del autor con sus personajes, se plantea en "Ver a mi abuela" o "Te me moriste", escrito en memoria de su padre. En ningún caso esto se agota en lo anecdótico del hecho, sino que oficia de punto de partida para la creación de la trama poética.

 

Sensible cronista de la cotidianidad, Peixoto utiliza en sus narraciones el despliegue de los distintos puntos de vista que pueden tener los personajes sobre los hechos. Así como lo que pueden llegar a pensar los actores de un relato sobre ese mismo relato. Un hombre acerca de quien ha escrito, se entera de tal cosa. Pasa las tardes en la plaza desde que dejó de trabajar en el campo. "El hombre que está sentado" explora la situación en primera persona de un hombre viejo a quien le fueron a contar que "el hijo de Peixoto" (p. 37) había escrito sobre él. La muchacha que le contó y tiene el libro probatorio, no puede explicarle a qué se debería tal cosa. Ese aparente sinsentido lo hace desconfiar, resistiéndose a que se lo lea. Ella -cuenta el hombre-, tiene estudios y por eso fue desde Lisboa a trabajar en la Junta local. Él no aprendió a leer. "Sabes que, en aquel momento, la gente podía hacerlo. Ese fue el gran disgusto de mi madre: nueve hijos, siete muchachas y dos muchachos, y ninguno pudo aprender a leer" (p. 37). El hombre se queda con el libro y la curiosidad acumulada de un día al otro, desembocará en la oportunidad de un nuevo encuentro.

 

A la transformación en la percepción y preferencias artísticas con el correr de los años, lo puede acompañar una reflexión que intente dar un sentido nuevo a los cambios vividos. "Por las noches releía libros que había leído hacía mucho tiempo. En las páginas de esas noches, existía la luna y era como si, a medida que los releía, reconociera lo que había leído un día en aquellas páginas. Había momentos, frases, en que pensaba y sentía exactamente lo que ya había sentido y que, al mismo tiempo, era como si fuera la primera vez" (p. 62).

 

Algunos de estos personajes que envejecen viven con sus familias. Otros, solos, van procesando duelos y volviéndose a enamorar. Un hombre que enviudó hace unos años comenta: "Durante meses no supe vivir. Después, muy despacio, como un vicio que se recupera, fui encontrando pedazos de mí" (p. 61). "Despacio, resucitaba, era viejo y nacía" (p. 62). Este hombre podrá luego escuchar las voces de otros amores, además de las de sus hijos y nietos. "Fue uno de esos días que conocí a Mariana. Su voz diciéndome: Mariana" (p. 62). Después: "Su voz diciéndome: Beatriz" (p.62). Y luego: "Una voz muy tímida: Susana" (p. 63). Los comentarios de los vecinos, claro, también podían escucharse.

 

En aquel entonces, una mujer: "Tenía más de ochenta años y esa es una edad de decisiones para toda la vida" (p. 9). Variaciones de este motivo estructuran "La edad de las manos". El movimiento del relato podrá hacer pensar que a cualquier edad las decisiones son nuevas orientaciones de la vida.

La relación entre las ancianas, con sus maneras, entreteje las tareas del día con las novedades públicas y privadas del pueblo: "En ocasiones, entra en la casa de las vecinas. Las puertas están abiertas. Las vecinas entran en su casa. Y se quedan a hablar. Bajan la voz cuando no quieren que nadie las oiga aunque estén solas, cuando hablan de alguien: sabes qué le pasó a, y dicen un nombre cualquiera. Tratarse de tú es la prueba inusitada de que, en otro tiempo, fueron jóvenes, fueron muchachas con ideas sobre lo que serían cuando tuvieran la edad que tienen" (p. 94).

 

La dimensión intergeneracional es mostrada con sus beneficios recíprocos. La relación del narrador con su abuela, es mutuo reflejo de sus vidas: "(...) me llama: mi José Luís. Su voz es delicada porque, como los objetos, es antigua. (...) Lo importante es que nos quedamos juntos por momentos, nos vemos. Damos sentido el uno al otro" (p. 96).

 

El libro no cae en una idealización de los lazos entre generaciones. La muchacha de "La vida junto al río" fue besada por un joven y transgredió en poco más de eso. La consecuencia lógica para su madre sádica es encerrarla. "(...) me agarraron el tobillo y lo atraparon en una esposa de hierro, que estaba atada a una cadena, que estaba atada a una pared, que estaba dentro de la pared. Cerraron la puerta. Me quedé tendida en el piso" (p. 105). La madre, durante algún tiempo, llevaba a cenar a los postulantes que estimaba convenientes. "Las criadas envejecieron. Mi madre envejeció. Yo envejecí. Dejaron de venir hombres a verme" (p. 106 ). Cuarenta años después, la madre muere y llega a término la condena. Nada quedaba entonces de aquel hermoso muchacho. Hasta el árbol viejo, donde la aguardaba su ausencia, había sido talado. Anciana y deforme, sale al mundo hablando con Dios. Hablaba con él hacía tiempo. "En una de esas tardes indistintas unas de las otras, Dios entró en el cuarto. Moví la pierna y las cadenas se movieron. Dios se sentó a mi lado. Sus ojos eran tristes. Dios me tomó la mano y lloramos" (p. 107). "Estoy vieja. También Dios está viejo. Nos sentamos juntos y pensamos. El tiempo es más leve. Ni yo ni Dios esperamos nada" (p. 108).

 

Con este tipo de vínculo situado entre la metafísica y el delirio, empieza y termina la primera parte del libro. Se inicia con la historia de Ana, quien convive con su niño de luz: el ángel.

 

Si bien en un comienzo "Ana, a veces, se sentía tan vieja como si hubiese nacido el primer día del mundo" (p. 12), este relato aborda en sus reglas de juego el tratamiento de la temporalidad con la reversibilidad del envejecimiento. Mientras que en "La mujer que soñaba" el transcurso del tiempo es elaborado por yuxtaposición. Dos épocas que aparecen alternativamente. La mujer en su vejez y juventud, una y otra vez. Sus sueños y sentimientos una vez despierta, se anticipan a un tiempo y son luego reminiscencias. Sobre el final del relato se presenta el máximo de tensión entre ambos tiempos, superponiéndose.

 

La narrativa que presenta José Luís Peixoto en este libro, aborda al envejecimiento y la vejez con acierto y fina mirada sobre la multiplicidad de situaciones y de formas de su desarrollo.





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