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Introdución de Antonio Muñoz Molina a la edición italiana de Nadie nos Mira/Nenhum Olhar (Nessuno Sguardo, La Nuova Frontiera, 2001).

 

 

¿A qué país, a qué epoca pertenecen las historias que cuenta y los personajes que retrata José Luis Peixoto? Ese paisaje, esa aldea, parecen ajenos al mundo, tan inaccesibles a los mapas de la realidad como el tiempo en el que las cosas suceden parece alejado del nuestro, incluso de cualquier sucesión histórica. La aldea, que no tiene nombre, carece no ya de contactos con el mundo exterior, sino de vínculos posibles con cualquier espacio que a nosotros nos resulte habitable, incluso verosímil. El tiempo no es el que mide los años numerados y lineales, sino un tiempo circular de estaciones agrarias, de tareas en el campo que no varían nunca, igual que nunca varían las vidas de las personas, ni tampoco las de las generaciones: lo que alguien hace, lo hará para siempre, hasta que la extenuación o la muerte lo aniquilen; lo que hacen los padres lo harán también los hijos, los nietos, los bisnietos, porque el trabajo y el sufrimiento forman parte de una fatalidad, de una maldición como la que al principio del Génesis condena a los hombres a ganarse el pan con el sudor de la frente y a las mujeres a parir con dolor. Los raros toponímicos que definen este lugar ajeno al tiempo y exterior al mundo tienen referencias bíblicas. El demonio acecha en la taberna de Judas como la serpiente espiaba en el paraíso terrenal, con la diferencia de que, en este caso, no hace falta que él actúe para que la maldición se cumpla, porque maldición y desgracia no son circunstancias posibles sino rasgos permanentes de la vida.

 

Y sin embargo, la geografía de este lugar también es muy precisa, y su tiempo puede sernos familiar: incluso puede traernos recuerdos de una época no demasiado lejana a algunos de sus lectores. José Luis Peixoto ha creado un espacio cerrado como el de las leyendas, un tiempo giratorio como el de los cuentos, pero espacio y tiempo, con un poco de atención que se pongan, son tan eficazmente realistas como alucinatorios: este es un mundo por el que circulan gigantes de maleficio y en el que el demonio a dministra los sacramentos en la iglesia y el vino en la taberna, pero también es el mundo rural y la geografía de un país muy concreto, de la parte más pobre y atrasada de un Portugal que se parece mucho al sur y al sudoeste de España: el secano, los rebaños de ovejas sobre la tierra polvorienta, los cereales, los alcornoques, los olivos. Y también, más allá de la geografía, o imponiéndose sobre ella como una marca candente, la injusticia social, el abismo entre los ricos y los pobres, la economía atrasada que condena a los trabajadores a una subsistencia miserable y se basa en la rutina y en el absentismo de los propietarios: la casa de los ricos, en el libro, es un espacio misterioso, sombrío, deshabitado, en el que una voz cuenta historias desde el interior de un baúl, y sin embargo también tiene una existencia literal en tantas casas de señores que viven parásitamente el capital de una tierra que apenas conocen y sobre la que afirman la soberbia de su rango. La casa de los señores podía ser uno de esos cortijos blancos que todavía perduran en el campo andaluz, y esos personajes que forman en el libro una galería de espectros o de monstruos los ha visto y los recuerda uno de su infancia rural, o se le han aparecido en sus pesadillas o en las historias que le contaban sus abuelos.

 

Esa doble naturaleza del texto define también la experiencia de su lectura: todo es muy raro, y al mismo tiempo es muy familiar; las cosas suceden fuera del tiempo, y también en el interior de un pasado histórico, perfectamente identificable; las historias, las personas y los objetos reconociblemente reales tienen un aura fantástica: lo imposible se cuenta con la naturalidad de lo cotidiano. Esa ambigüedad tiene también su reflejo en una escritura que se desliza de un registro a otro sin que nos demos mucha cuenta, de la narración casi de realismo social al rapto visionario, de la voz a la conciencia, del relato minucioso de los trabajos del campo a la tirada casi bíblica sobre los infortunios del ser humano sobre una tierra eternamente ingrata. El lector se ve obligado a un ajuste constante de su manera de leer y de sus expectativas: en un párrafo está reconociendo una imagen de pobreza rural que parece recobrada de su infancia, y al siguiente se verá en la necesidad de descifrar una posible alegoría. La crónica y la fábula se yuxtaponen, igual que las conciencias entre las que salta la narración, a las que poco a poco uno aprende a irles dando identidad y nombre, apoyándose en ellas para reconstruir en su propia imaginación una historia incierta, fragmentada, oblicua, como las historias que cuentan o presencian o callan los personajes de William Faulkner, o los de los cuentos de Juan Rulfo: no es casual que estos dos autores hayan creado también sus mundos narrativos a partir de las vidas de los más pobres, los más pegados a la tierra, los encerrados en formas de conocimiento que deben menos a la racionalidad que a las mitologías más primitivas y tenaces.

 

Nos sofoca este mundo: nos envuelve su fatalidad de una manera tan asfixiante como la que sufren quienes viven en él, como nos envuelven las líneas de esta escritura a la vez descarnada y barroca, o la reiteración cíclica de las desgracias, o el testimonio de un continuo esfuerzo que no da fruto: leo estas páginas y me estremece una sensación muy parecida a la que empecé a tener según iba alcanzando el uso de razón y comprendía, en el ejemplo de mis mayores, que el trabajo en el campo –en un campo pobre y atrasado- es lo que más se parece a una maldición primitiva, a las más antiguas de todas, las que formulaban aquellos profetas judíos también crecidos en tierras de sol ardiente, poca sombra y agua escasa. Lo que ha sucedido una vez va a seguir sucediendo siempre: una prostituta ciega tendrá una hija que será también ciega y prostituta y que transmitirá ese destino a la hija que nazca de ella; la casa de los señores permanecerá vacía e intacta generación tras generación, del mismo modo que los árboles tienen las mismas hojas cada año y la tierra ofrece las mismas cosechas, y los animales engendran crías idénticas a ellos. El mundo acaba de empezar, y sin embargo es más antiguo que la memoria de los más viejos, y lo único que se sabe del porvenir es que en él se repetirán los mismos abusos y desgracias, las mismas derrotas de la inocencia y el vigor.

 

Y como en las historias y en las sociedades primitivas, en el centro de todo está el acto de contar, en el origen del mundo está la palabra, y también en su fin. De todos los personajes que pueblan esta galería de fantasmas, este catálogo de monstruos que se parecen tanto a gente que hemos conocido y de la que nos hablaron cuando éramos niños, los dos más elusivos, y los más inquietantes, son dos: esa voz que cuenta siempre en una casa vacía, en el interior de un baúl; ese hombre que escribe en una habitación sin ventanas, ajeno al mundo y al tiempo, y sin embargo haciéndolos nacer del acto mismo de su escritura, como un dios obsesivo y arrogante, como escribe cualquiera que al dejarse llevar por lo que está haciendo se olvida de la luz del sol y del exterior y es como si viviera y escribiera tapiado; como cuenta quien se apasiona tanto por el acto de contar que seguiría haciéndolo como esa voz de la casa deshabitada, que da noticias de otro mundo que sin embargo es sombríamente el nuestro.





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